“Sólo unos meses para aprender a hablar,
toda una vida para aprender a callarte…”
Supernafamacho, Tranquilo
–Kalimera sas!, ti kánete?
Y todos, al unísono, tras dos intentos poco vigorosos:
–Miá jará!!!
Concluidas las salutaciones matinales, René, nuestro guía cubano en la isla de Afrodita, compungido como el padre que deja a su hijita frente al altar en manos de otro hombre, pasó el micrófono del bus a Fernando. Éste, recién empezado el viaje, aún se encontraba fresco -luego, el pobre, amanece apaleado- y ante la perspectiva que ofrecían las maniobras de nuestra segunda jornada en Chipre, experimentó un súbito ataque de felicidad que decidió compartir con el resto.
–Kalimera, kalimera… ¡Pero qué fantástico día tenemos por delante! Ay, ¿no es de lo más vigorizante despertar, correr las cortinas y contemplar el celeste Mediterráneo? Salir a la terraza y respirar su perfume salobre, tan cargado de historia, y, ante al espectáculo sublime, tomarse el primer té bajo los rayos de oriente. Por estas experiencias vivimos, ¿sí o no?
Cri…cri…, cri…cri…
El murmullo de fondo que acompañaba a sus exultantes palabras pronto murió en un silencio sepulcral; me temí lo peor. Como es lógico pensar, nadie decía ni pío debido a que, por primera vez desde que soy de Pausanias, en lugar de alojarnos en el cuarto de las escobas, la dirección del hotel determinó que al staff currante había que tenerlo en palmitas (para fidelizarlo) y, por ende, sólo a nosotros nos habían concedido la gracia de tener habitaciones con vistas al mar. Piquito de oro, sentado en primera fila, de espaldas al resto, fue demudando conforme entendía mis señales -patadas y codazos, a discreción-, desvaneciéndose poco a poco en el cuello de la camisa en una retracción inversamente proporcional al erguimiento de René en su asiento, sonriente con jactancia, como si hubiese defendido él solito la bahía de Cochinos. 1-0. Tras el experimentar el sonrojo vicario, inconscientemente, decidí no dejar en la estacada a mi compañero y algunas horas más tarde, justo en el mismo sitio, superaría, de largo, su metedura de pata.
Conocí al caribeño en 2014, tras las líneas enemigas. Cualquier grupo turístico que desee visitar los yacimientos y ciudades históricas en la zona vergonzosamente ocupada por Turquía, tiene la obligación de cruzar el check-point de Nicosia acompañado por un guía que se encarga del trámite de pasaportes. Superado el control de acceso a un país de reconocimiento muy limitado, un policía-espía local se suma la compañía pegado como una lapa, aunque no entienda ni papa de lo que se dice sobre él, e incluso, eventualmente, en algunos tramos, puede unirse un militar británico, armado hasta los dientes, para controlar que no se fotografíen las bases de su (ex)protectorado. Europa, siglo XXI. Aquella vez -mi primera en la isla-, participaba en uno de los inspiradores periplos de mi profesor de arqueología, Jacobo Storch (UCM), quien, en pendant con el gran Lefteris Yannoulopoulos, aúnan los suficientes saberes y gusto de darle a la sinhueso como para imposibilitar cualquier lucimiento de terceros. Al año siguiente volvimos a coincidir -ambos nos recordábamos-, y en Salamis le vi persignarse pálido cuando, a fin de captar la atención de mis distraídas alumnas, comencé a desglosar, cual carta de raciones de un bareto, los múltiples servicios extra que podían contratarse en una visita a las termas romanas. Estoy convencido de que una persona acostumbrada a ver el telediario -miles de muertos en Siria y a otra cosa mariposa- ya no se aspavienta al escuchar la palabra ‘mamada’, pongamos por caso, aunque ésta, doy fe, concita de inmediato el interés de la concurrencia. A veces nos pasamos de correctos tratando de ser finos, haciendo alambicados malabarismos con perífrasis y circunloquios con tal de no decir, o escribir, las cosas por su nombre. Sin embargo, a nuestro amigo le pareció demasié que ante mis venerables señoras bien, señoras fetén, hiciese gala de un lenguaje tan procaz y tabernario. Aquellas aún me siguen recordando la anécdota con hilaridad; tras una década de clases y viajes juntos ya ni pestañean con mis lindezas.
De cualquier forma, al verle recibirnos en el aeropuerto de Lárnaca el pasado 2019 me alegré. Siempre es bueno dar con una cara conocida. Nunca sabemos lo que nos va a tocar como acompañante, ni la pasta de que está hecho, pero habida cuenta de mis experiencias anteriores, estaba convencido de que nos dejaría trabajar a gusto. De camino al hotel acordamos que nosotros explicaríamos la mitología, arqueología e historia de Chipre hasta, más o menos, el fin de la antigüedad -salvo notorias excepciones como las cruzadas o el asedio de Famagusta-, mientras que él podría encargarse del resto, y de todo lo que quisiera, concerniente a la gastronomía, el paro, la política o el tamaño del parque automovilístico, que siempre son interesantes y terminan por conformar la visión general del destino. Tras aceptarlo sin renuencia, por supuesto, contó el nacimiento de Afrodita…y empezaron las tensiones.
Su implosión interna, de hecho, comenzó a gestarse desde el primer día. En la espumosa orilla de Petra tou Romiou, el lugar mítico que presenció la epifanía de la diosa, el Dr. Alonso lo frio vivo, a fuego lento, glosando por lo menudo su Himno homérico, seguido de las circunstancias del nacimiento expuestas en la Teogonía de Hesíodo.
De ordinario, en el remoto caso de apear a los turistas del bus frente a aquel mítico paraje, no se invierten más que los cinco minutos protocolarios para echar la foto. Sin embargo, nosotros, como es lógico, le dedicamos una hora larga, tan pichis, mientras nuestro guía se derretía poco a poco a goterones turbios de crema solar. 1-1. Cuando tomé la palabra en las calderas de Pedro Botero, sitas frente al pórtico del templo de Apolo Hylates, las recias alas del panamá dandiesco que lucía se alabearon, empapadas en sudor, mientras me ponía estupendo con una digresión sobre el manido ex oriente lux a colación de los capiteles nabateos (?) que rematan sus columnas, ¡a ver si, en realidad, resulta que van a ser de origen chipriota! 1-2.
Es lo que hay. Si es menester, en Pausanias podemos ser muy prolijos y exhaustivos, o, según se mire, exquisitamente pesados. Nos apasiona, tanto como consideramos necesario, explicar las cosas con el detenimiento que merecen. Otros lo harán diferente, nosotros así, manque llueva o se insolen los lagartos; a juzgar por la gente que repite -algunos, incluso, de forma compulsiva-, no debemos hacerlo tan mal.
René se cobraría su particular venganza cuando, al bajar de Curio, mientras miraba distraído por la ventanilla, nos dejó caer, como si nada, que -ejem, ejem…- habíamos dejado a nuestras espaldas la principesca tumba de Agios Ermogenis, la única comparable a las de la necrópolis real de Salamis. ¿¡Mande!? Fallo mío por desconocerla. Tras unos segundos meditando en tirar de freno de mano e ir a echar un ojo, lo dejé estar. 2-2. Para variar, ya íbamos pillados de tiempo y empezaba a oír las tripas del personal rugiendo.
Trump y alguna lumbrera patria seguirán negando el cambio climático, pero el año pasado, en Chipre, a mediados de mayo, tuvimos 35º de media. Aquel día, más de la mitad del tiempo escaso que dejamos para comer, nosotros dos lo pasamos disfrutando de la playa, en precario, como siempre, sin crema, toalla, ni chanclas, aunque, por una vez, llevamos bañador… Resguardándose bajo la sombra de un chiringuito, René, abrasado en sus circunstancias, observaba nuestro refocile, saludándonos con languidez mientras trataba de resucitar con una cornucopia de cerveza; ciertamente, poco bebía para aguantarnos. A la tórrida hora de nuestra cita vespertina, antes de volver al bus, nos llevó a un aparte y planteó sus miedos sobre el estruendo de las cigarras:
(con acento cubano) -Oídme, brothers (sic, otras veces éramos ‘papis’), lo de Amatunte no lo termino de ver…a decir verdad, allí hay poca cosa y, quizá, parte del grupo no pueda llegar hasta la acrópolis. Con este calor es peligroso…
Mas ignoraba que en Pausanias, precisamente, aquello no nos desmotiva ni arredra. Poco importa que no tengamos delante la columnata de Apamea o el teatro de Aspendos. Al igual que Andrea Augenti, consideramos que la arqueología son “cosas maravillosas…, pero no sólo eso”. La ciudad-santuario que nos proponíamos recorrer, la segunda en importancia tras Pafos, se vende sola y cuenta con la suficiente historia como para suplir, con creces, las carencias de vistosidad (¡me gustaría verle en el páramo yermo y desolado de los gloriosos campos de Farsalia!). Con respecto a la calorina, hay que saber que, de ordinario, nos miramos en el espejo de colegas curtidos en el desierto, como T. E. Lawrence, de manera que, tan inflexibles como el capitán de la República de Sanjes -“nunca desviará su ruta ni aunque vaya jarto vino”-, enfilamos hacia los predios de Afrodita.
La historia del yacimiento es un perfecto botón de muestra de la propia de esta isla-trampolín entre Asia y Europa, una sinfonía oriental y occidental al mismo tiempo, en ocasiones chirriante. Todo quisque ha pasado por ella, abonando el sustrato indígena mientras explotaba sus recursos, sobre todo los cúpricos. ¿Deriva el nombre del metal de aquella o es al revés? Durante la Edad de Bronce se la conocía como Alasia o Alasiya, aunque en Amatunte -Amathous en griego, tal vez de ámathos, arena-, hasta donde nos alcanza (ya han visto mis lagunas), a diferencia de otros lugares que más adelante devendrán en capitales de los famosos reinos chipriotas arcaicos y de época clásica, no hubo ocupación durante este periodo por muchísima vetustez que le atribuya Tácito (Anales III, 62, 4). Sin embargo, en la antigüedad, se consideraba a sus habitantes verdaderos autóctonos, pelasgos -eteochipriotas, para Vassos Karageorghis, el gran especialista local-, constatándose un lenguaje propio en inscripciones que emplean un sistema silábico que sobrevivió hasta el siglo IV a. n. e., muchísimo tiempo después de que el mundo micénico colapsase. ¿Acaso fueron sus refugiados -como se ha planteado-, los primigenios pobladores? Cierta tradición arroga la fundación de la ciudad a uno de los heráclidas, quien le daría su propio nombre, ¿o acaso ésta alude a los navegantes hijos de Melkart que habitaban en las costas de enfrente?
Atendiendo al registro arqueológico, no será hasta los albores del primer milenio cuando Amatunte inicie su verdadera génesis. Beneficiándose de su privilegiada posición como escala en las rutas comerciales del levante, pronto fue visitada por euboicos -los Héroes viajeros de Lane Fox- y, sobre todo, fenicios, quienes instalarían un emporio junto al puerto. Para el siglo VIII a. n. e. el próspero enclave ya se había extendido por las lomas de la colina como un desarrollado núcleo residencial provisto de palacio, tophet y un templo en la cumbre dedicado a Astarté, similar a los de Idalion, Citio, Tamaso, Vouni, y, por supuesto, Pafos. A continuación comienzan los cambios de mano y Chipre pasa a formar parte de los dominios asirios, figurando como tributaria de Asarhaddón, hijo de Senaquerib y padre de Asurbanipal. Así pues, se antoja probable que la encontremos mentada en los archivos cuneiformes como Kartihadasti (la ‘Nueva ciudad’, ¿frente a la vieja Tiro, su metrópoli?), aunque en opinión de otros, en realidad, este término alude la actual Lárnaca.
Sea como fuere, tras la caída de Nínive en el 612 a. n. e., queda en la órbita egipcia y la diosa de su templo -encarnada, probablemente, en un betilo- se asimila a la fértil Hathor -también iconográficamente, como atestiguan los capiteles descubiertos in situ-, antes de sucumbir al embate persa. De hecho, a diferencia del resto de poleis chipriotas, será la única que mantendrá su lealtad al medo durante la revuelta jonia, siendo en consecuencia asediada por el líder isleño, Onésilo de Salamis. Aplastado el levantamiento, a decir de Heródoto (V, 114, 1-2), aquel fue decapitado y su despojo expuesto en la puerta de Amatunte como advertencia disuasoria. Una vez descarnada por los cuervos, en la calavera se instaló un enjambre de abejas. Consultado un oráculo sobre cómo proceder con tan curioso nido, se recomendó a los ciudadanos que lo enterrasen y ofrecieran con regularidad sacrificios de héroe.
Durante el resto del convulso siglo V a. n. e., el templo se rehízo por completo, adoptando una estética más helenizante, pese a mantener siempre una fuerte raigambre semita. Una centuria después, Androcles, su último rey, colaboró con Alejandro en el cruento asedio de Tiro (paradójicamente, la posible patria de sus remotos fundadores; cría cuervos…). Muerto el macedonio, la ínsula cayó en los tentáculos de Ptolomeo I tras la batalla de Ipsos. Arsíone, esposa del segundo, añadiría al templo el nombre de otro numen nutricio más con la introducción del culto a Isis (y Serapis). Ya durante la ocupación romana, el Senado le otorgó el estatus de asylum y Augusto, proclive a dignificar los lugares vinculados a la gens Julia, amplió el conjunto religioso. Finalmente, arrasada en el transcurso de una razzia árabe, aún no comprendemos como Alí Bey, tras su visita, la comparó, junto con Pafos, a Pompeya y Herculano.
De estas cosas y algunas más íbamos hablando mientras recorríamos a pie la carretera que conducía a la ardiente sartén del ágora, el núcleo del yacimiento en su sector más próximo al mar. Contemplando envidiosos a las ranas chapotear en un ninfeo que, con crueldad, seguía funcionando, medité con seriedad romper con lo establecido prosiguiendo la visita entre las impresionantes y hoy sumergidas estructuras portuarias atribuidas a Demetrio Poliorcetes, pero no llevábamos snorkel…
Tras el tormento, llegó el éxtasis, con la romería hasta a la acrópolis. Ya saben aquello de Mallory, a las montañas se va porque están ahí, sin más. Aunque han sido muchos los autores que, desde Petrarca en el Mont Ventoux, le han tratado de buscar cierta mística al asunto de la ascensión -ahí quedan las contribuciones a la causa de Robert MacFarlane y Héctor Oliva-, la nuestra, más mundana, no estaba tan motivada por la devoción que profesamos a la solemne Urania como por el interés que nos suscita la cara más picante de la Afrodita Pandemos, también conocida bajo los sugerentes epítetos de Hetaira y Porné, puesto que, en teoría, nos estábamos dirigiendo a las ruinas de lo que otrora fue uno de los más afamados burdeles de la antigüedad. Así pues, pasito a pasito sobre las viejas terreras de excavación, hicimos cumbre. Lo primero que llama la atención de quien la conquista y recorre es la copia (el original, en el Louvre) de uno de los tres inmensos contenedores monolíticos que, se supone, almacenaban el agua lustral de las ceremonias. En opinión de otros, menos píos, contenían el vino con el que se regaban las orgías que allí se dieron, razón por la cual, en las postrimerías del siglo V, tuvo que purificarse la zona erigiendo una señora basílica cristiana sobre parte de lo que antaño fueron los lúbricos señoríos de la diosa.
Vistas las magnas cimentaciones que restan del templo, el doctor Alonso buscó una exigua sombra y, muchísimo más decoroso que yo, comenzó a exponer los cándidos mitos relacionados con el lugar. Andaba aquel leyendo el nuevo libro de Nanno Marinatos –La Diosa del Sol y la realeza en la Antigua Creta– de cara a nuestro siguiente bolo, e influenciado por éste, hilvanó un magistral discurso sobre la estratigrafía divina ligada a ciertos ‘lugares de poder’ mediterráneos. Llámesela Afrodita o Astarté –Burkert recuerda la dependencia nominal, partiendo de Ishtar-, Cibeles, Hathor, Inana, Isis, Tanit, Venus o la virgen del Carmen -al menos, en lo concerniente al mar-, que en todas parece radicar la esencia de la vieja diosa primigenia -la Dea Mater– que, quizá, monopolizaba la espiritualidad en los tiempos más pretéritos, sólo quizá…
Según la tradición, el culto a Afrodita nació en Oriente Próximo y fue propagado hacia el mundo heleno desde Chipre gracias a la acción de su primer rey, Cíniras el fenicio. Natural de Biblos, a él se atribuye tanto la prístina explotación del cobre como el haber fundado Pafos y Amatunte, recibiendo ésta última el nombre de su madre. Como siempre ocurre con los mitos, existen distintas versiones, pero casi todas vienen a coincidir en que uno de sus hijos fue el tristemente célebre Adonis, a quien se honraba en la ciudad mediante una serie de certámenes atléticos y musicales, amén de una particular cacería de jabalíes en venganza por la muerte del efebo. Mientras mi colega desgranaba estos datos mediante una pormenorizada exégesis de su Metamorfosis ovidiana (X, vv. 503-99, 710-39), yo le dejaba beber (agua) intercalando excursos sobre otros personajes relacionados con el sitio, como Ariadna. Ésta, afirma Plutarco (Teseo, 20, 4-7), fue aquí abandonada al no soportar los vaivenes del oleaje, feneciendo poco después sin haber dado a luz (en las fiestas que la conmemoraban, un muchacho se tumbaba en el suelo gimiendo como una parturienta). El cadáver de la cretense fue depositado en una gruta rodeada de bosques, considerándose sagrado por su vinculación simbiótica con la propia diosa del lugar; a finales de los ochenta del siglo XX, la Escuela Francesa afirmó haber dado con dicho sepulcro. Para cuando Fernando terminó de hablar sobre Afrodito -sí, en masculino-, la versión andrógina de la diosa, travesti, barbuda y de enhiesto falo, metidos de lleno en Los jardines de Adonis y Detienne, estimé que ya habíamos alcanzado el nivel degenerativo óptimo como para terminar de liarla poniendo sobre el altar -sentados estábamos en su despiece- el peliagudo asunto de la prostitución sagrada. Por el rabillo del ojo me pareció ver a René tragar saliva…
¿Existió realmente esta práctica?, ¿se peregrinaba hasta Amatunte para ir de putas? Pese a ser un tópico relacionado con los santuarios de ciertas divinidades femeninas, en cuanto se investiga un poco escasean las certezas. Con respecto a la cuestión, los científicos enfrentan posiciones en un debate remontable, como poco, a la publicación de la La rama dorada de Frazer, si no antes. En opinión de algunos, la hubo, sin duda, teniendo su origen en atávicos rituales de hierogamia asociados a ciertas diosas mesopotámicas de la fertilidad dadora de vida. Un pasaje del Poema de Gilgamesh (VI, 165 ss.) vendría a avalar la presencia de sacerdotisas (?) sexuales ya en los tiempos paleobabilonios. Anatolia, Armenia, Egipto, Lidia, Persia, Siria o Palestina tendrían sus propias variantes, exportando los fenicios algunas a occidente haciendo escala en las dos islas relacionadas con la venida al mundo de Afrodita, a la que los clásicos, es sabido, se referían como Cipris o Citerea de manera indistinta. Más hacia poniente, las fuentes la sitúan en lugares tan diversos como Corinto, Erice, Himera, Locris Epicefiria, Náucratis, Sicca Venneria, Pyrgi-Gravisca y hasta en nuestra Cádiz, puesto que Ricardo Olmos y, tras su estela, Ana Mª Jiménez, observaron en las famosas puellae gaditanae, “las mozas de la licenciosa Gades” de las que escribió Marcial (Epigramas, V, 78), duchas “en adoptar posturas lascivas al compás de las castañuelas béticas y en bailar según los ritmos gaditanos” (VI, 71,) un remedo de esta controvertida praxis levantina. Relacionado con ello, en ciertas estructuras habitacionales y materiales escultóricos exhumados en algunos de los citados yacimientos se ha querido ver la corroboración de la literatura antigua.
Ésta nos abre un abanico de variantes con respecto a las hieródulas, las esclavas sagradas del santuario, y su quehacer. Desde actos de expiación -como las muchachas enviadas a Troya a fin de purgar el estupro de Casandra por parte de Áyax Oileo-, a la prostitución prenupcial desflorante o la ofrenda al templo de las pupilas por parte de sus mismísimos progenitores. En el caso concreto de Amatunte, las fuentes (Ovidio, Met. X, 221-240) mencionan a unas tales Propétides -Cinírades en Pafos (Apolodoro, Biblioteca, III, 14, 3)- de lo que podría suponerse un reglado meretricio templario a cargo de una suerte de colegium. Cabe destacar que el poeta de Sulmona afirma que las muchachas de ambas ciudades fueron condenadas por la propia Venus a hacerse públicas y acostarse con extranjeros -algo muy denigrante-; a raíz de ello, el asqueado Pigmalión crearía a su propia mujer ex novo. Ahora bien, ¿se consideraba su trabajo como algo sagrado o más bien laico?, ¿qué estatus civil tenían las agentes, todas serviles?, ¿a manos de quién iba a parar el dinero? Sobre esto último, Heródoto (I, 93, 2-4) constata que, por ejemplo, las jóvenes lidias vendían su cuerpo para procurarse la dote, algo que también escribió Justino (Epítome, XVIII, 5, 4) con respecto a las féminas chipriotas…al menos en los tiempos mitológicos de Elisa-Dido.
Sin embargo, como se dijo, otros niegan la existencia de esta práctica o, cuanto menos, la matizan. Bonnie MacLachlan, empezó por señalar el aparente oxímoron entre los términos ‘prostitución’ y ‘sagrada’, desarrollando una línea de pensamiento muy escéptica con lo comúnmente aceptado hasta la fecha. Reconozcamos que la expresión es equívoca, un constructo contemporáneo incapaz de englobar una realidad más amplia que la de su propia semántica. Juan Francisco Martos, por su parte, analizó el asunto con mucha cautela, planteando la incomprensión, malinterpretación y/o tergiversación a ojos de extraños de algo mucho más complejo y variado que lo transmitido con tantas carencias informativas: “ignoramos si peregrinaban allí por devoción o si, más prosaicamente, eran devotos de ocasión, contentos de mezclar los deberes religiosos con el placer”. Y aún más radical en su descreimiento fue Gonzalo Rubio, quien desmintió por completo su existencia, atribuyéndola a invenciones despreciativas por parte de los chovinistas escritores griegos (vid. v. gr. Clearco, Diodoro, Estrabón, Heródoto, Luciano, etc.) y latinos (vid. v. gr. Cicerón, Justino, Valerio Máximo, etc.) con respecto a los bárbaros y, en especial, a los decadentes orientales. Negativas opiniones, en suma, a las que habrían de añadirse ciertos comentarios de los morigerados autores de la Biblia y algún Padre de la Iglesia como Agustín de Hipona.
Y mira que si explico los templos de Afrodita o Venus en Rodas y Pompeya, ambos pegados al puerto, me encanta otorgarles más funciones que las aparentes, destinadas, en palabras de Domínguez Monedero, a “aquellos que, llegando a su recinto sagrado, hallaban allí alivio a su abstinencia durante sus largos viajes”, siendo las siervas el “instrumento de la hierogamia de la diosa con sus devotos”, pero, como está visto, la incertidumbre es mucha. Más allá de que se trate de un mito historiográfico, como se ha llegado a plantear, sobre el particular me acojo al precepto délfico del “nada en demasía”: si bien parece que existió, a tenor de las cuantiosas plumas que la refieren, antes de generalizar de forma simplista hasta reducirla a una práctica uniforme o extrapolar las características de unos lugares a otros, han de considerarse el sinfín de matices regionales y su perpetuación, o no, a lo largo de los siglos. En cualquier caso, no está en el ánimo de Pausanias “desfacer entuertos” sino plantear dudas sobre determinados clisés, generar pensamiento crítico, exponer los argumentos científicos a favor y en contra; en lo personal, (aún) carezco de la soberbia suficiente como para considerarme capaz de desenmascarar bulos históricos, tiempo al tiempo…
Llegados a este punto, Cristina, una de mis viajeras favoritas, con su envidiable acento de Chamberí, nos puso en un legítimo brete al preguntarnos si no estábamos obviando la mitad de la información. ¿Acaso el placer sexual (ta aphrodisia) era sólo privativo de los varones?, ¿no existía prostitución masculina en los santuarios? Recuerdo mirar a mi compañero en busca de auxilio y a éste silbando al cielo mientras René esbozaba un guifo sardónico. A tenor de la bibliografía consultada con posterioridad, al parecer, en determinados lugares consagrados a Astarté existían ciertos “muchachos del templo”, a los que se presume diligencia en tratar de remediar la esterilidad de algunas mujeres, pero en aquel momento no supe contestar más que N. P. I. (No Poseo Información) y el resignado gesto que conformó mi cara enrojecida propició una estruendosa risa que puso el broche de oro a la jornada.
O casi. Un buen artista sabe quitar la mano del cuadro a fin de no empastarlo; lástima no ser uno de ellos. Pese a lo empinado de la subidita y el terrible calor que hizo, todo salió bien. El atardecer iba mitigando los fulgores de la canícula y, oh, milagro, antes de cenar frente al doble de Kirk Douglas (hospedado en nuestros mismos aposentos), aún estábamos a tiempo de darnos un baño en la piscina. Imaginándola feliz, recordé que por la mañana, desde mi terraza (con vistas al mar), había divisado un impresionante cedro junto a su orilla. Y entonces, mientras bajaba la acrópolis, mi lastimado ego profesional tomó la determinación de enmendar su anterior falta mediante un discurso redentor sobre el histórico árbol; con dos cojones… Al subir bus, tomé el micrófono como Madonna y, para sorpresa del personal, empecé a concatenar todos mis conocimientos al respecto, montándome una película de miedo protagonizada por los fenicios como agentes civilizadores, llevando desde su tierra la escritura alfabética, el cultivo del olivo, la vid y, para mi negociado, aquellos inmensos troncos que vemos transportar en los relieves de Jorsabad destinados a artesonar los palacios asirios, ¡de ahí su interés por Chipre! Pero lo mejor estaba por llegar. Mis palabras podrían ser etéreas mas yo tenía un elemento tangible de su legado como un as en la manga, de forma que pedí al respetable que pensase en la bandera de Líbano -más o menos, la antigua Fenicia- para rememorar las hechuras y silueta del cedro. Y justo a punto de arribar a nuestro destino, como el truco final del prestidigitador que saca un conejo de la chistera -Matteo, más elegante, lo llama coup de théâtre– , desplegué mi brazo sobre la ventanilla trazando un lento arco de 180º que condujo las atentas miradas hasta la esbeltez del enorme ejemplar que se recortaba sobre el anaranjado ocaso de Limasol. ¡Tachaaán!
Sin embargo, en lugar de mi esperado coro de largas y admirativas oes -y quizá, también, algún aplauso-, obtuve un runrún de fondo, todavía más chungo que el de mi brother al comienzo de la jornada, justo en el mismo sitio… hasta que una voz exclamó:
-Carlos, ¡que es una araucaria!
Al desenterrar la cabeza del suelo, la contemplación del nombre de nuestro hotel, Áyax, me inspiró la idea del suicidio por vergüenza supina, pero Fernando me salvó la vida sacándome a rastras del bus para dejar de ser el hazmerreír del cubano, ya incontenible. 3-2, él ganaba (que conste: no me imagino, ni quiero, viajar a Chipre sin papi). Mientras mi erudito compañero me flagelaba con la anécdota de Apeles narrada por Plinio el Viejo de la que proviene el oportuno dicho de “zapatero, a tus zapatos” (Historia natural, XXXV, 85), desembocamos en el badulaque de marras donde solemos vender nuestra alma tras salir del cole. Al tendero, la tragicómica imagen que proyectábamos los Martes y 13 de la arqueología -el uno, llorando de risa, y el otro, de consternación extrema-, sólo le suscitó una palabra como bienvenida:
–Whisky?
Texto y fotografías: Ángel Carlos Aguayo Pérez
Burbida (Gallaecia), 1 de septiembre de 2020
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