Toda épica terminó cuando dejamos atrás Adamklissi. Con las glorias de Trajano en el retrovisor y ufanos por ver cumplido nuestro objetivo, pusimos rumbo hacia el este, aún quedaban cosas por hacer. El paisaje tardó menos en cambiar que nosotros en percibirlo. Para cuando reparamos en ello nos encontrábamos en medio de la nada más inmensa, la estepa del confín occidental de Escitia.
De camino a Histria, el coche discurría por una monótona planicie en la que empezaron a aflorar, aquí y allá, ciertas elevaciones. Reconozco que tardé en intuir que esas colinas no eran naturales sino, en realidad, kurganes, los túmulos funerarios de los nómadas de la edad de hierro, jalonando su errar desde el remoto Altai hasta donde nos dirigíamos. Todo el hinterland de la antigua colonia milesia era una enorme necrópolis. Quizá fue por eso, unido a la falta de sol, que empecé a entristecerme.
El hecho de ver el cadáver de una serpiente nada más aparcar -sin duda, un mal augurio-, no contribuyó a mejorar mi ánimo. Tampoco las moscas muertas dentro de las vitrinas de aquel decadente museo al que fui en busca de arimaspos. Ni siquiera me hizo gracia, como suele, volver a constatar el inherente pragmatismo romano ante aquel epígrafe dedicado al último Flavio que se recicló en loor de Nerva -el rey ha muerto, ¡viva el rey!-; qué más daba, el viejo emperador no viviría lo suficiente para ver tamaña chapuza.
El yacimiento, por su parte, también conoció tiempos mejores. Vagamos constatando el abandono general, atentos a no caernos en alguna zanja de la añosa retícula Wheeler con la que se excavó. Los pocos mosaicos que no habían sido levantados se fragmentaban en teselas, corriendo parejo deterioro el mortero que ligaba los ladrillos, pulverizándose bajo la acción combinada de la humedad, el salitre y, aquel día, el batir furibundo de Bóreas, dejando por los suelos a Uniqlo y North Face. Frente a la orilla tuve mi único instante de lucidez al percibir bajo unas chapas oxidadas dos conocidas formas arquitectónicas, pronaos y naos, precedidas por los restos de lo que pudo haber sido el ara sacrificial. En efecto, acababa de descubrir un templo, pero según pude comprobar, cual voyeur asomándose entre rendijas, la desidia lo abocaba a desaparecer, cuarteándose en lascas.
Desde su fundación a comienzos del siglo VII a. n. e. hasta aquel instante, de toda la polis sólo quedaba erguida una columna, la parte por el todo del lejano esplendor del emporio comercial, aunque ésta había sido erguida por los exhumadores y su fuste no parecía casar con el capitel que la remataba (nada que no solucione una manita de cemento Portland). Con un frío cada vez más intenso, el viento doblando los carrizos en ángulo recto y pocas ganas de leer a Estrabón in situ, consideramos que ya estábamos de más.
Hasta aquella fecha, sólo había contemplado la bocana del Mar Negro desde la orilla asiática del Bósforo, oteándolo sobre la fortaleza turca de Anadolu Kavağı, pero yo quería verlo en todo su esplendor descrito en El vellocino de oro de Robert Graves y la curiosa biografía -vivo está- que le dedicó Neal Ascherson. Sin embargo, en el horizonte de Histria aquel se mezclaba con un lago de color potaje a consecuencia del aluvión que arrastra hasta su desembocadura el Danubio, que tampoco es azul, sino verde, ni suena a Strauss, puesto que ahora amenizan la travesía turística con el Despacito. Así pues, descendiendo la Dobruja, enfilamos hacia la segunda ciudad más importante de Rumanía y, de camino, vi cumplido mi deseo en Mamaia, el paraíso veraniego del país. En la playa, el célebre Ponto Euxino hizo gala de su antifrástico epíteto, mostrándose de todo menos acogedor con el extranjero que yo era. A Pilar, mi escudera ferrolana -hija y hermana de oficiales de la Armada-, aquel debió parecerle un mísero lago y, para mi sorpresa, ni se dignó en bajar del coche. En lo que a mí respecta, la evocadora contemplación me duró hasta que la lluvia apagó el cigarro, al tiempo que las gaviotas alzaron el vuelo, huyendo hacia el sur. Había que irse.
Para cuando llegamos a Constanza ya era de noche. Las farolas brillaban por su ausencia en el arrabal en el que nos alojamos, sumido en una espesa niebla conjurada con el viento que bamboleaba los árboles y convertía sus sombras en espectros. Pese a lo poco halagüeño del panorama y los rigores del clima (0º y bajando), decidimos salir a tomar el pulso a la antigua Tomis.
Nunca había visto una ciudad en blanco y negro. Todo estaba a medio gas, o en la reserva directamente. Supuse que era debido al marasmo de nuestra Semana Santa pero la mayoría ortodoxa me hizo desestimarlo. Era así de caduco, un escenario fúnebre, al menos fuera de temporada. El abandono campaba por doquier: calles completamente vacías entre cuyos adoquines brotaban malas hierbas, negocios de herrumbrosos cierres echados tiempo atrás, carteles medio arrancados anunciando eventos de hace años…
Llegando al comienzo del casco viejo las hostiles fauces de una Loba Capitolina parecieron indicarnos que no siguiésemos adelante, pero desoyendo su advertencia alcanzamos la plaza mayor, localizando para la siguiente jornada el museo. Frente a éste se alzaba la escultura de un hombre que, pese a envolverse con una gruesa toga, no estaba lo suficientemente abrigado: Ovidio.
Durante aquel lejano 2017 se cumplían dos milenios de su muerte en la inhóspita ciudad que pisábamos, única razón para estar allí, ateridos, bajo su pensativa figura. Transcurrido todo ese tiempo, aún se desconocen cuáles fueron las causas que motivaron su destierro. ¿Fue, en realidad, a consecuencia del Arte de amar? Los años transcurridos entre su publicación y el exilio parecen desestimar la idea. ¿Acaso, como también se ha dicho, tuvo un affaire con Julia, y Octavio, su padre, el decoroso legislador, ordenó deportarlos? ¿Cometió, quizá, el sacrilegio de ver desnuda a la casta matrona Livia y hubo que quitarle de en medio?, ¿o acaso ésta, siempre recurrente, propició la condena al sospechar que pudiera ser adepto a la promoción de Agripa Póstumo por delante de su hijo, el resentido Tiberio? Supongo que nunca lo sabremos…
Al comienzo, cuando me enteré de que el parlamento italiano revocó la sentencia 2000 años después de su muerte me pareció un gesto simbólico -y por ende importante- hacia la libertad de expresión (paradójicamente, el poeta vino al mundo en el 43 a. n. e., cuando a Cicerón -otro exiliado-, se le arrancó la lengua). Pero la simpatía me duró hasta leer las hilarantes declaraciones de Eleonora Guadagno, portavoz del promotor de la iniciativa, el demagógico Movimiento Cinco Estrellas: “Queremos cambiar estas decisiones que fueron tomadas por Augusto y solo por Augusto”. Trabajo tienen; aunque, ateniéndose al orden de los anales, tal vez deberían enmendar el trato que despachan a los que, como Eneas, huyendo de la guerra, anhelan las costas ausonias.
A la mañana siguiente tampoco salió el sol y la desvencijada Constanza, con luz, resultaba todavía más patética; el contexto perfecto para dar cuenta de los textos expatriados de Ovidio. Algunos autores han novelado su invierno en los límites imperiales –Dios ha nacido en el exilio (Vintila Horia, 1960); El último mundo (Hans Ransmayr, 1989); Lejos de Roma (Pablo Montoya, 2016)-, pero estando sobre el terreno resolvimos dejarnos guiar por el venero común que todos comparten, las fuentes primarias. En las Tristes -“no encontrarás nada agradable en todo el poema” (Trist. V, 1, 4-5)*-, el exquisito autor de las Metamorfosis nos hace partícipes de su viaje sin retorno a oriente y la vida que tuvo “en medio de hombres de una inhumana barbarie” (Trist. III, 9, 2-3), “mal pacificados” (Trist. V, 7, 14; Pont. II, 7, 1-2) y “más fieros y crueles que los lobos” (Trist. V, 7, 47), quienes, para colmo, apenas chapurreaban griego y se reían de él cuando hablaba en latín. Con el tiempo, he querido oír un eco de esta obra en Philippe Claudel, al comienzo de La nieta del señor Linh. Igualmente, de las más sentidas y desesperanzadas epístolas Pónticas -“desde hace bastante tiempo está cerrada la puerta a mi alegría” (Pont. II, 7, 38-39)-, en las que incluso desea fallecer -“si es que puede morir quien ya está muerto” (Pont. IV, 12, 43-44)-, se encuentra un remedo en El mundo de ayer, las memorias del también desarraigado Stefan Zweig. Los tres textos rezuman la amargura propia del testamento literario de quien ha caído en desgracia y sus creaciones fueron proscritas, cuando no quemadas.
Con estos mimbres y el volumen de Gredos en la mochila, nos echamos a la calle para recorrer, ruina a ruina, la vieja Tomis. Añadiendo todavía más lugubrez al lugar de su confinamiento, el de Sulmona hace derivar el nombre de las partes –tómoi- en las que Medea, huyendo de la Cólquide en la nave Argos, allí mismo descuartizó el cadáver de su propio hermano, Absirte. “No hay debajo de los dos Polos otra tierra más desolada que ésta” (Pont. II, 7, 64-65) y los exiguos vestigios de su pasado son pocos, respondiendo al habitual revoltijo grecorromano que, desde los Balcanes hacia el este, se entremezcla con niveles de Bizancio y la Sublime Puerta. Llegado el mediodía ya lo habíamos visto todo, dos veces. El centro, superpuesto grosso modo al hábitat primigenio, es pequeño y uno termina desembocando siempre en la plaza del togado. Bajo la estatua figura un fragmento de las Tristes (III, 3, 73 ss.) que, como un siste, viator, interpela al transeúnte: “Aquí yazco yo, el poeta Nasón, cantor de tiernos amores, que sucumbí a causa de mi propio talento poético. Por tu parte, a ti, caminante, quienquiera que seas, si estuviste enamorado, que no te resulte molesto decir: «¡que los huesos de Nasón reposen apaciblemente!»”.
Quisieron las parcas que aquel día fuese 20 de abril (“Hola, chata, ¿cómo estás?…”) y me pillara en ese lugar “que no debe visitar un hombre feliz” (Trist. III, 10, 76-77), de forma que, nostálgico perdido, me puse a escribir postales, copiando los citados versos a los pocos que pudieran entenderlos. El tiempo, a la postre, vendría a demostrarme el error de añorar a quien ya no está con nosotros, aunque por un instante les recordara y lamentase su pérdida. A Ovidio tampoco le valió ninguna de sus cartas, en prosa o en forma de elegía, puesto que sus amigos no tuvieron ascendiente sobre Augusto -por mucho que se rebajara a compararlo con Júpiter-, Tiberio ni Germánico para obtener su clemencia y poder sacarle de allí, si no de vuelta a Roma, al menos a un sitio menos crudo en el que no llovieran flechas envenenadas ni se solucionasen los problemas a golpe de puñal.
Haciendo un alto en el camino decidimos almorzar, grasa y alcohol, para entrar en calor. Según las fuentes, en aquellos pagos, a consecuencia de que “todas las estaciones tienen un frío desmedido” (Pont. III, 1, 14-15), “el vino fuera de la jarra se mantiene congelado” y, por ello, “no lo beben a sorbos sino que se reparte a trozos” (Trist. III, 10, 24-25), de manera que opté por la cerveza local, pero aquel meado sin gas, lejos de alegrarme, me sumió más en la melancolía. Mientras esperaba el café me entretuve en componer con los despojos del costillar un macabro bodegón en su honor, inmortalizándolo con una fotografía que, por supuesto, sólo comprendió Elena Castillo, aunque mi latinista de cabecera me lo dejó en aprobado al echar en falta alguna alusión formal a la célebre narizota del literato.
Empezó a llover y todo se volvió aún más tétrico; “la culpa no es del hombre, sino del lugar” (Trist. V, 7, 60-61). A la efigie de la plaza se le activaron los lacrimales y prosiguió su recitado: “si hubiera alguien que, por casualidad, te preguntara cómo estoy, les dirás que estoy vivo, pero no demasiado bien” (Trist. I, 1, 18-20). Bajamos hasta el paseo marítimo para corroborar que la decrepitud imperante alcanzaba, incluso, al icono de la urbe, el casino art nouveau de Daniel Renard. Los incipientes charcos, enriquecidos por las olas que vapuleaban el malecón, espejaban el entorno devolviendo un reflejo todavía más grotesco de su ya de por sí cochambrosa imagen. Se respiraba la grisácea y desasosegante atmósfera de las películas de Theo Angelopoulos, La mirada de Ulises o El paso suspendido de la cigüeña. Ya lo decía el verso, en Constanza “no verás otra cosa que tristeza” (Trist. III, 1, 9). Entonces apareció; uno es libre y dueño de sus ensoñaciones. Paseaba encorvado junto a la barandilla, con la cabeza gacha, meditabundo.
Estuve observándole durante un rato hasta que decidí fotografiarle; si no salía, era su fantasma, devenido en el genius loci. Aquella figura, para mí, encarnaba la soledad espiritual del sensible, viviendo entre bárbaros indignos de su inspiración: “si miro el lugar, es un país odioso y no puede haber en todo el mundo ningún otro más triste” (Trist. V, 7, 44-45). Entonces se detuvo, girando sobre sí mismo, dándole la espalda al agua -“perdóname: como náufrago, le tengo miedo a todo mar” (Pont. II, 2, 126-127)-, mirando hacia el occidente que no volvería a pisar. Acto seguido, quise creer -y estaba muy dispuesto a ello-, se llevó la mano a la boca para reprimir un llanto, pero no pudo contener sus lágrimas y en la siguiente instantánea se enjuaga los ojos. Relegado en Nunca Jamás, añoraba todo. Ahora, en retrospectiva, caigo en la cuenta. Al día siguiente era 21 de abril, el cumpleaños de Roma.
Ángel Carlos Pérez Aguayo
* Todas las citas están extraídas de OVIDIO, Tristes. Pónticas, Madrid, Gredos, 1982 (Traducción de José González Vázquez).