pausados NO, Pausanias/ 6. Elemental, mi querido Sherlock, elemental

 

“Habitaciones que sudan retazos de vida tejida a la par…”

Revólver, Balas perdidas

 

 

 

         De Heathrow a Bloomsbury no cerró el pico. El conductor encargado de llevarnos al hotel no era el habitual silenciario que se limita a transportarte, sino un tipo, simpático y locuaz, firmemente decidido a amenizarnos el trayecto con sus saberes acerca de la capital británica según la íbamos atravesando. Su atezada piel denotaba unas claras raíces coloniales, aunque su dicción era tan pulcra -imagino- que mi cockney de Whitechapel no captaba más que palabras sueltas: Buckingham Palace, Diana, conspiracy, murder… Lejos de robarle protagonismo, le dejé hacer, atento a los chismes de la ciudad de la que, tras innúmeras lecturas y recreaciones cinematográficas, me enamoré al pisarla por vez primera. Flechazo, oigan. El romántico smog decimonónico tiempo ha desapareció, igual que el oscuro humo del blitz, pero otros vahos nocivos enturbiaban la atmósfera de aquel ocaso invernal. Si los españoles olemos a ajo -Victoria Beckham dixit-, Londres hiede a fritanga chunga desde que amanece, y apetece. Al sur de Hyde Park me sonó el paisaje y, presa de la emoción, contribuí a la visita panorámica señalando -poseído por el espíritu de Richard Sharpe-, el Arco de Wellington y su estatua ecuestre (Rule Britannia!, etc.) junto a los memoriales del cuerpo de ametralladoras y artilleros reales de la Primera Mundial, cada loco con su tema…

© Ángel Carlos Aguayo Pérez

Piccadilly abajo llegamos al Circus, con sus neones y el habitual bullicio de transeúntes y buscavidas que pululaban bajo la escultura de Eros; siempre me he preguntado qué diantre qué hace allí. Aunque de bronces y piedras peinadas iba, precisamente, aquel viaje, nuestros intereses eran más antiguos, de forma que, cada vez más cerca del British, retomé los apuntes mientras el chófer proseguía con su perorata. Para cuando llegamos a destino, decidí corresponder a sus atenciones con una pequeña propina, for two pints after work! (proyección, sin duda, de mis propios anhelos); el compañero Fernando -cuyo inglés, desde luego, es mucho mejor que el mío- me preguntó, horrorizado, si no le había oído decir, varias veces además, que era musulmán…

Con la flota varada en Áulide desde marzo, recuerdo con nostalgia aquel fin de semana dando cuenta de la colección griega del museo. En lugar de tirarnos de cabeza a los mármoles Elgin (Go home!), decidí empezar a meterle mano por el sarcófago de Nectanebo II -“quien tenga oídos, que oiga”-, seguido de la piedra Rosetta, helenística es. Aparte de embozarse para entrar en los bancos y comisarías, otra cosa buena que traerá la nueva peste que nos envió Apolo será que ya no volveremos a ver las exposiciones como lo hicimos con la de Troy: Myth and Reality donde no cabía un alfiler (¡quizá hasta se obre el milagro y consigamos que Ulises Adrados nos mencione como cicerones la próxima ocasión!). Sea como fuere, considero que aún tenemos mucho que aprender de nuestros vecinos del norte, quienes conciben el espacio expositivo de la historia de toda la humanidad como una gran aula donde aprender, dotando a las salas de sillas plegables en las que hacerlo con mayor comodidad. Por la parte que me toca, obviamente, no las caté y, quizá, por haberme oxidado tras mes y medio sin explicar -o que el early grey pone menos que el expreso-, no me sentía al 100%, cortocircuitando intelectualmente a la segunda tarde emperrado en ubicar el Artemision de Éfeso en Halicarnaso. Al salir de clase a la hora del té, apenas hablaba, dejándome arrastrar al matadero de los pubs y el colesterol. Ubi sunt.

Hará unos días he regresado a Piccadilly Circus, desde el sofá, mediante la ya habitual crónica periodística al pie de un hito turístico vacío. El único cuerpo que seguía por allí era el de Eros. Debieron alinearse los planetas para que no tuviera que apagar ningún fuego porque entré en la red de miranda para investigar sobre la estatua.

© Ángel Carlos Aguayo Pérez

Obra de Alfred Gilbert, fue erigida 1893 en honor a Anthony Ashley Cooper, séptimo conde de Shaftesbury, quien sacó de la calle y las fábricas a los niños dickensianos para escolarizarlos. Desde el momento de su inauguración, escandalizó a la pacata sociedad victoriana y el artista, tratando de poner paños calientes sobre el desnudo afirmó que, en rigor, no se trataba de un Eros -ese niño jodón, hijo de Afrodita, que se divierte inoculando el veneno del amor (léase calentón) a flechazos, como el éxtasis de santa Teresa- sino de su hermano, Anteros, exacto iconográficamente -para Ovidio son gemelos (Fastos, IV, 1)-, la personificación del querer desinteresado, por aquello de la filantropía del aristócrata; aunque, según Pausanias (I, 30), los metecos de Atenas le dedicaron un altar como vengador del amor no correspondido. Otros, aún más santurrones, pretendieron de hacerlo pasar por el ángel de la caridad cristiana, pese a su inquietante proximidad con el lúbrico Soho…cuando era el Soho. Tanto da; un niño con alas y arco es, para el común, Eros -en contexto latino, Cupido-, y en sus representaciones clásicas radica la génesis de los cursis y rechonchos angelitos –putti- de la imaginería cristiana.

A Praxíteles se atribuyen, ni más ni menos, que cinco versiones del joven dios, siendo la más conocida, por razones que expondremos a continuación, la que, tallada en mármol, otrora se exhibía en Tespias. De esta pólis beocia era Mnesarete, más conocida por su nom de guerre,  Friné, la beldad que -según Plutarco (Moralia, 336C-D), entre otros- sirvió de modelo para uno de los primeros grandes desnudos de la historia del arte occidental, la Afrodita cnidia. En pago a sus servicios, aquella recibió una obra a su elección, pero no sabiendo elegir cuál era la más hermosa, pergeñó un plan para que el artista confesase sus predilectas. Y, precisamente, es Pausanias (I, 20, 1-2), de nuevo, quien reporta la brillante estratagema urdida para tirar de la lengua: cierto día, estando los dos juntos, la hetaira hizo que un esclavo suyo llegara corriendo con la noticia de que en el taller del artista se había producido un incendio que consumía la mayor parte de piezas que había en su interior. Al punto, consternado por el desastre, aquel exclamó que “no le quedaba ya nada si las llamas habían alcanzado al sátiro y a Eros”. Entonces, la cortesana le tranquilizó, confesando su añagaza, mas siendo sabedora de entre qué piezas había de escoger, y fue el Eros aquella que se quedó y donaría a su patria, donde era el numen más venerado (imagínense las fiestas del pueblo…). Praxíteles, como buen esteta, en su búsqueda de la perfección formal seguía (algunos) preceptos de la Academia, de forma que si el mismísimo Platón, en boca de Sócrates, abogaba por alcanzar el ideal haciéndose “amante de todos los cuerpos bellos” (Banquete 210b), reclamó a su vez en pago a Friné -según Ateneo de Náucratis (XIII, 591b)- echar un polvo, y ésta, temerosa de ofender a Eros, accedió, quedando la faena inmortalizada en un epigrama que el proprio maestro talló bajo la pieza y recoge la Antología griega (XVI, 204). De aquella obra, saqueada por Calígula, devuelta por Claudio, vuelta a rapiñar por Nerón o Domiciano y exhibida en el Pórtico de Octavia -donde, probablemente, se perdió en el incendio de Roma del año 80-, a decir de los expertos, tenemos un pálido reflejo en la ponderación quiástica del Eros de Centocelle que atesora el Museo Pio Clementino. Por su parte, de Friné, existe cierto consenso en aceptar que tiene su mejor retrato en la llamada Cabeza Kauffmann del Louvre.

© M. Pardy / Wikimedia
© M. Pardy / Wikimedia

Incluso, del ardid también contamos con un magistral eco en la literatura posterior que, de manera paradójica, vuelve a transportarnos a Londres, concretamente, al 221B de Baker Street.

© Ángel Carlos Aguayo Pérez

Sherlock Holmes es, con diferencia, mi fantasma favorito de cuantos pueblan las orillas del Támesis, tan frecuentada por éstos según la monumental biografía urbana de Peter Ackroyd. Desde pequeño, cuando mi madre me inició en el personaje con la película El secreto de la pirámide (Barry Levinson, 1985), soy un incondicional. Creo que he leído casi todas sus aventuras -reeditadas, no hace mucho, en un solo volumen por Cátedra digno de llevarse a una isla desierta-, y visto cuantas películas y series sobre él se han filmado. Con el propósito de emularle, durante años, fui al conservatorio para aprender a tocar el violín, y a base de insistir mucho he conseguido fumar en pipa sin que se me apague. Lamentablemente, poco más tengo del célebre detective. Ni su capacidad de deducción a partir de atentas observaciones -visto mi poco éxito en las discotecas-, ni el tedio de la inoperancia tan mal llevado como para recurrir a la cocaína en vena, como él hacía por aburrimiento. Ni siquiera poseo una gorra de cazador o un enemigo a la altura del profesor Moriarty, “el Napoleón del crimen”, aunque sí a mi propia Irene Adler.

Según Watson, “ella es siempre para Sherlock Holmes «La Mujer»” (Woman, Woman, Woman, Wooomaaan…), la única que consiguió engañar a su aguda perspicacia. ¿Se imaginan cómo? Lo cuenta Conan Doyle en el relato corto Escándalo en Bohemia publicado en el Strand durante el julio de 1891; es decir, no hay spoiler que valga. Wilhelm Gottsreich Sigismond von Ormstein, gran duque de Cassel-Felstein y rey heredero a la corona de Bohemia, solicita la ayuda de Holmes puesto que una tal Irene Adler posee una fotografía que pudiera comprometer su enlace con la princesa Clotilde Lothman von Saxe-Meningen. Expuestas las circunstancias del caso, nuestro héroe se disfraza de clérigo y ante la casa de aquella, el Pabellón Briony de Serpentine Avenue, organiza una charada para resultar falsamente herido y ser introducido en la casa con el objeto de atenderle. Una vez en el interior, Watson arrojó por una ventana abierta un cohete de humo de fontanero dando de seguido la voz de ¡fuego!, pronto repetida por un escandaloso coro de transeúntes que estaban en la componenda. Entonces, Adler, temiendo que su casa ardiera, corrió a salvaguardar su bien más preciado, la fotografía, revelando para el intruso el lugar exacto donde se hallaba escondida. El propio Holmes confiesa a su compañero que, en realidad, se trataba de un viejo truco basado en el instinto de preservación que ya había usado más de una vez -“cuando el escándalo de la suplantación de Darlington y en el del castillo de Arnsworth”-, pero olvida citar la fuente que ustedes ya conocen, nuestro Pausanias. Al día siguiente, en compañía del rey, acuden de nuevo a la casa para hacerse con la foto, pero en el domicilio, en su lugar, encontraron una carta dirigida a Sherlock. En ésta le reconocía habérsela pegado con la pantomima del clérigo y el incendio…pero ella también estaba leída (!), y supo reaccionar a tiempo, poniendo a buen recaudo su preciado tesoro y trocándolo por otra imagen, de sí misma, que el detective pidió al monarca como todo pago por sus servicios y que siempre conservaría. Watson concluye así el relato: “En otro tiempo, acostumbraba este a bromear a propósito de la inteligencia de las mujeres; pero ya no le he vuelto a oír expresarse de ese modo en los últimos tiempos. Y siempre que habla de Irene Adler, o cuando hace referencia a su fotografía, le da el honroso título de «La Mujer»”.

Siempre me resultó curiosa la relación entre el famoso personaje y Conan Doyle, más allá de que, harto de escribir sobre él, lo matara despeñándolo por la cascada de Reichenbach y después, por la presión social, tuviera que resucitarlo. Mientras que el primero representa el poder de la razón -pura, diría Kant-, aquel otro creía en ouijas y esoterismos varios, pero también leía a los antiguos (¿qué dirá al respecto de esta historia la edición anotada de Akal en tres volúmenes que nunca me traen los Reyes Magos?). Obviamente, el literato conocía el pasaje de la Descripción de Grecia donde se narra la treta de Friné y lo puso en conocimiento de Holmes para utilizarlo, aunque éste, a decir de Watson, no frecuentaba otros textos que aquellos que pudieran serle útiles para desempeñar su oficio: “Si sabía un número de cosas fuera de lo común, ignoraba otras tantas de todo el mundo conocidas”.

…la fría noche no tardó en caer. Para nuestra emoción, una espesa niebla se apoderó de la ciudad, ¿concurrirían los espíritus de Holmes y Adler bajo la estatua del Eros? De camino al Soho, Sabela y Fernando no paraban de hablar, en su línea, mientras me afanaba en tratar de seguir su descansado caminar como un zombi. Y fue entonces, frente a los teatros del West End, cuando al pedante que hay en mí le me vinieron a la mente algunos oportunos jirones del Ricardo II: “Buscadle en Londres, preguntad en las tabernas, pues dicen que las frecuenta todas a diario en compañía de gente sin freno en sus costumbres”. Tan pronto como fueron declamados, el viento los devolvió a la inmortalidad, corroborando el valor de leer a los clásicos, a Shakespeare, Pausanias o Conan Doyle. Elemental, mi querido Sherlock, elemental…

© Ángel Carlos Aguayo Pérez

Ángel Carlos Aguayo Pérez

Burbida (Gallaecia), 8 de junio de 2020.

 

 

 

 

2 Comments

  1. Genial! Dan ganas de volver a pasear las calles de Londres y su museo Británico de la mano y el habla de Carlos Pérez Aguayo.

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